Si he de decirte la verdad Marga te debería confirmar que mi madre tenía razón con lo de que yo soy tonto, pero tonto del todo. No sólo me metí en esta guerra que no tenía ningún sentido, vamos que a mí ni me venía ni me iba; todo lo contrario Marguita. Yo que era un buen estudiante y con la vista como la tenía seguro que conseguía los papeles de incompatibilidad con el servicio activo. Pero no; que yo tenía que mentir al médico y ponerme las lentillas aquellas y al doctorcillo, cuenta se dio el muy hijo de puta, le importó un carajo y puso aquella sonrisa torcida y medio rota, mostrando la paleta delantera ennegrecida por el tabaco, que decía algo como: “Hala chaval, ¿Te quieres ir al frente? Pues tú mismo”. Bueno, ya sé que esto lo sabes y que te lo he repetido hasta la saciedad, pero es que no me quiero despedir sin que lo entiendas. Sin que sepas por mí que si pudiese volver al pasado no hubiera hecho lo mismo y nos hubiéramos casado y todo eso. La cuestión y esto es lo que no sabes es que fui todavía más tonto con el tiempo. Cuando estuve en el frente, no al principio, sino cuando me mandaron al este que fue poco antes de la navidad. ¿Lo recuerdas? En noviembre fue la última vez que nos vimos y tú me fuiste a despedir a la estación con un vestido suelto de color amarillo amapola y los pantalones vaqueros y cortos por debajo. Yo ya te había dicho que no me destinaban al mismo acuartelamiento, que me redistribuían con parte de mi unidad a una misión de observación en el este. ¿Recuerdas todo esto? La noche anterior fuimos a casa de mi amigo y dormimos en la cama que le quedaba libre. Joder como me acordé luego de tus besos y de tus pechos y de todo eso. Lo que ocurre es que nada más llegar al nuevo destino ya nos avisaron que esto era cerrojo, que era lo peor entre lo peor. El Marcial llegó y nos explicó que estábamos para pagar el pato. Yo no te dije nada porque no te quería preocupar y me inventaba en las cartas cientos de heroicidades que eran más falsas que judas y es que tenía la cabeza comida por no sé qué y creía que así iba a conseguir algo en la vida. Quizás buscaba respeto cuando lo que tenía que haber buscado es un sitio tranquilo donde poder vivir los dos juntos. Lo que te decía, el Marcial, que era un sargento de la zona más avispado que todos nosotros juntos nos lo dijo a los nuevos desde el principio. Que la zona de los valles era una trampa para bobos, que al enemigo no le interesaba tomar esta posición porque no era un punto estratégico y que a los nuestros sólo les interesaba tenernos aquí para poder poner el color de su bandera en aquella zona cuando echaban por la televisión los malditos partes de guerra. La cuestión es que yo me reí de él con todos los demás, que pensaban que cómo iban a mantener nuestros generales tantos hombres en esta zona de mierda siendo necesarios en el frente norte o en la defensa de la capital; que aquello era ridículo, que nuestro presidente era un patriota. Yo es que me pegaría ahora con algo en los dientes y me los rompía todos de lo tonto que fui.
La cuestión es que el tipo tenía razón. Aquello no era defensa ni era nada. Nos distribuyeron en parejas por todos los valles de aquella tierra cortada por el frío y nos dejaron ahí para que avisásemos si venía el enemigo. Pero yo enemigo no vi ni uno, por lo menos hasta el final. Lo que no paré de ver fue nieve con Ricardo. Primero una nieve blanda que se posaba en los arboles pelados de hojas y lo cubría todo pero luego empezaron las heladas y la nieve caía que daba miedo, ora a golpes como piedras ora a cuchilladas traperas, y yo que no tenía papel, ni de fumar ni para escribirte y menos un ordenador para mandarte un correo. Se suponía que tendríamos que recibir un enlace cada semana para el abastecimiento mas allá no llegó ni un alma. Ricardo, que olía a perro quemado, y yo embobados mirando la nieve era la estampa. La cosa es que no sentíamos miedo ni nada parecido sino que teníamos la sensación de estar fuera del mundo. Todo blanco y un frío de mil demonios que no se nos quitaba del cuerpo ni con agua hirviendo en aquella caseta mal montada que habitamos en la cuna del collado que daba al valle. Mirábamos ambos por la ventana empañada y fumábamos maderas resecas contra los mitones descosidos esperando que apareciese un tanque o un helicóptero o una maldita columna de infantería, con los fusiles al hombro y el uniforme blanco de campaña en nieve, y lo peor es que los dos sabíamos que aquello no ocurriría. Que el Marcial tenía razón y por eso mismo ni encendíamos la radio, así que ninguno quería saber la verdad, porque era mejor quedarse en blanco y seguir mirando por la ventana a la caza de algún conejo estúpido. La noche que nos enteramos de lo que ya sabíamos observamos en el cielo unas luces rojas y naranjas abriéndose paso en la noche. Parecían frutas peladas para macedonia colgadas del cielo con chinchetas. Ambos echamos una mirada a la radio con recelo, tardamos más de una hora en encenderla, los dos sin hablar y mirando de hito en hito, que si la radio que si el otro; yo tenía un presentimiento funesto que me subía del estómago igual que las arcadas. Ese fue el momento justo en el que supe que la había cagado pero bien y que ya no me iba a casar contigo, ni a volverte a follar y que seguramente tú te casarías con otro al tiempo. Casi pegué al Ricardo de impotencia. Al encender la radio esta escupió entre ruidos eléctricos que la jefatura se había rendido y que la comandancia había huido al norte con los ejércitos supervivientes haciendo brecha a la desesperada. Se decía que los barcos de la armada estaban preparándose para desalojar a las tropas en la costa pero no se decía nada de nosotros. Porque el oeste llevaba perdido meses pero nosotros seguíamos aquí y no se nos mencionó ni una vez. Así que lo supimos de inmediato. Vimos claro como el agua que se habían olvidado completamente de nosotros pero los que no iban a tener tan mala memoria eran los otros, no, esos no, esos iban a tenderle el puente de plata al enemigo que huye pero luego a pagar toda la mala leche concentrada de tres años con los imbéciles del frente este. Ricardito y yo teníamos tal congoja que ni cominos en semana y media de lo apretujados que queríamos estar dentro de la caseta, nos colocamos cada uno en una esquina y ni un milímetro nos movimos, bien pegados los dos contra la madera helada y la cabeza gacha, a veces llorando de impotencia. Lo peor fue que ni siquiera mandaron tropas a someternos, lo único que hicieron los otros fue enviar camiones enormes con cinco o seis soldados que nos fueron recogiendo valle por valle como a borregos perdidos. Ni nos apuntaban con los rifles los muy cabrones. Sólo nos hirieron con las risas y las guasas. Yo es que, Marguita, fui estúpido y ya me lo dijiste tú; que si me iba a la guerra lo nuestro iba a acabar mal. Joder y tan mal, Marga, que seguro mañana me fusilan; los muy hijos de su madre me han dado papel para escribir, un paquete de tabaco liado, una cena decente, con filete y patatas, cerveza, sacristán y la hostia consagrada. Pero lo que más me ha jodido es lo de la medalla, te crees tú que van y me dan una de sus medallas por méritos de guerra, me han dicho que apunte tú nombre que te pasarán una pensión, aunque no estuviéramos casados, y venga a reír que se han puesto. Al final he aceptado porque ya he hecho mucho el imbécil en esta vida y si tú te puedes llevar unas pelas a costa de mi dignidad pues que más da. Si razón tienen, que más que luchar lo que hemos hecho es pagar el pato y pastar en los valles aquellos de mierda como ovejas y los otros, exiliados, rompiéndose la camisa de dolor pero bien follados y comidos ¡Qué no hay derecho Marguita, qué no lo hay!
lunes, 23 de julio de 2007
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