“Operator, can you help me, help me if you please.
Give me the right area code and the number that I need.
My rider left upon the Midnight Flyer,
Singin' like a summer breeze.”
The Grateful Dead - Operator
Lo que más me sorprendió, ya apretado como un animal acorralado en el asiento del cupé, del tacto de la sangre fue su continuidad, la húmeda y cálida y a la vez reconfortante sensación de su permanencia entre mis manos aun debajo de las uñas; recorriendo mis antebrazos incluso horas después del asesinato. Luego desperté del ensueño en el que me dejó la adrenalina con un fuerte dolor de cabeza y rodeado de campos de centeno y cebada mortalmente húmedos también; la zona era terriblemente húmeda y fría, los faros del coche revelaban al claro oscuro nubes de mosquitos adocenados y el vaho elevándose desde el suelo. Se producía, el vaho, por la diferencia térmica en una zona como aquella entre las capas altas de la atmósfera, más frías y la tierra excesivamente húmeda, pantanosa, cubierta de serpientes y reptiles de ojos desorbitados, cálida, templada todavía por efecto de ese típico sol pálido que nos cubre por estas zonas en invierno. Me fijé que K estaba completamente cubierta por la sangre de aquel tipo, la del cadáver y la suya, mezcladas; no únicamente el vestido y los brazos y la cara, sino también la entrepierna y la parte interna de los muslos. Su cara estaba apagada y el tono de piel se acercaba al de la tierra, algo parecido a lo que uno se imagina del barro templado por el gua después de ser expulsado por la chimenea de un volcán. Pura ceniza. Tenía la cara color ceniza, los muslos cargados de sangre reseca y desconchada que se iba prendiendo de la tapicería de los asientos y me imaginé que volvíamos a casa del hospital y que ella había tenido un hijo y yo había sido el típico padre primerizo y atontado que se había desmayado en el parto y ahora tenía que ser llevado a casa por su mujer. Decidí que era mejor salir del barrizal y olvidar los mosquitos y se lo hice saber a K que asintió sin esfuerzo igual que si aquello no fuera con ella; a una distancia de mil kilómetros se encontraba su cara y todos los defectos de la piel que brillaban y bailaban a la luz pálida de los focos del coche alquilado. Antes de ser detenidos conseguimos mantenernos más de dos mil quinientos veinticinco kilómetros en la carretera sin parar un segundo excepto para repostar. Nuestras caras y cuerpos parecían envejecer a la velocidad exacta del coche y evitábamos mirarnos con tanta ansia que aunque nuestros ojos se hubieran enfocado no hubiéramos vista nada más que luz y retazos de sombra. Poco antes de ser detenidos dormimos en un campo totalmente distinto, una campa reseca, mantenida por Dios a base de arenisca y escorpiones, que parecía sostenerse en un barbecho eterno en el que los hierbajos dominaban la vista arrancando la vida hasta a los cactos más duros y resistentes. Conseguí enlazar con la operadora desde la gasolinera que se mantenía detrás del recodo del camino por el que derraparíamos. Discutí y grité pero no recuerdo qué dije excepto que necesitaba el teléfono de mi contacto en el dulce sur, que estaría cerca de Baton Rouge o de Nashville o de cualquier otro lugar con luces azules de lupanar. Me esforcé con la operadora repitiendo el nombre del fulano, se lo repetí y me lo repetí a mí mismo para que no se me olvidara por casualidad. Balbuceé y amenacé, le dije mi nombre y su nombre, le di mi posición y mis coordenadas exactas pero ella sólo repetía: “Por motivos de protección de datos, según las leyes federales, no puedo ofrecer la información que me solicita. Siento las molestias” seguramente mascando un chicle gastado por las horas y los días y el aliento de los domingos en misa. Tardé demasiado entretenido con aquella zorra preguntando por las direcciones de todos los prostíbulos en el que el contacto podía esconderse con el dinero y la posibilidad de huir de todo aquel fregado. Sudaba y me atragantaban las palabras y el polvo con el que se me llenaba la boca, eso y el sudor; el polvo recorriéndome el cuello y la camisa, el polvo acumulado entre la glotis y los dientes. La lengua casi paralizada y la voz desahuciada por el cansancio, la locura de hablar con el operador mientras la policía se acercaba igual que una bala de plata directa hasta la cuneta desgastada donde teníamos aparcado el coche. Como por sorpresa, sin ningún tipo de aviso en el aire. K estaba sobre el capó del cupé con el vestido subido por encima de las caderas y los ojos tiernamente cerrados, durmiendo por primera vez desde hacía días, y por fin la cara y los brazos y la entrepierna limpias, el agua todavía se reflejaba al secar contra su piel. Contra su piel y el sol y el polvo levantado por la bala de plata. Aquellas palabras sonaron claras y extrañamente coherentes: “Levanten las manos...la información que solicita...y échense al suelo...está protegida por la constitución...cualquier arma que posean...de los estados unidos...será mejor que la tiren...ahora mismo...ahora mismo...o dispararemos...procederé a finalizar la llamada”. Puedo asegurar que estaba preciosa con la piel tan bronceada y cubierta de polvo y a la vez húmeda todavía por el agua de la manguera que había utilizado para lavarse, lo puedo jurar sobre la constitución.
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